sábado, 6 de septiembre de 2008

LITURGIA DE LA PALABRA

LITURGIA DE LA PALABRA

Cristo, Palabra de Dios: Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su Palabra. Cuando se lee la Sagrada Escritura, es Dios quien nos habla. Cuando se leen las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, anuncia el Evangelio. Por eso, las lecturas de la Palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración. En las lecturas, que luego desarrolla la Homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el Misterio de la Redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta Palabra Divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la Oración Universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo.
La liturgia de la Palabra pretende recordar la Historia de la Salvación, es decir, revivir todo el esfuerzo que Dios continuamente ha hecho y está haciendo para salvar a los hombres. En la primera Lectura se recuerda ordinariamente la historia del pueblo de Israel; en la segunda la historia de la Iglesia inicial y, como centro, en la tercera Lectura, se trae a la memoria la vida de Cristo, la historia de la vida de Cristo que es el centro de toda la historia de la salvación.
Los días entre semana se lee una de las dos primeras lecturas, o bien es del Antiguo Testamento, es decir, la historia del pueblo de Israel o la historia de la Iglesia, que corresponde al Nuevo Testamento. Por tanto, uno de los propósitos de La liturgia de la Palabra es recordar, tener siempre presente las maravillas realizadas por Dios.
Lo más importante durante la Liturgia de la Palabra, es tomar conciencia de que lo que escuchamos es realmente Palabra de Dios. Una Palabra que no fue sólo inspirada y escrita por unos hombres hace siglos sino que vuelve hoy a dirigirse a mi alma, a interpelar a cada una de las personas presentes en la Misa. No es una Palabra que Dios pronunció en el pasado y ahora nosotros debemos hacer un esfuerzo para aplicarlo a nuestra vida. No, es una Palabra que hoy Dios vuelve a pronunciar, vuelve a decir a cada uno que escucha con atención. Ese es el Misterio de la Biblia, de las Sagradas Escrituras. Es una Palabra Viva, una Palabra inspirada, inspirada en el pasado pero también que inspira en el momento actual a aquellas personas que la escuchan, a aquellas personas que abren su corazón. En esta parte de la Misa no sólo estamos escuchando una historia pasada, estamos escuchando lo que Dios quiere de cada uno de nosotros en el día de hoy. Si tenemos el corazón abierto durante la Santa Misa, Dios nos hablará a través de su Palabra.
Recibir del Padre el pan de la Palabra Encarnada: En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su Palabra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros queremos comunicar a otro un mensaje importante, o nos queremos dar a conocer le hablamos. En las palabras encontramos el medio mejor para transmitir lo que queremos hacer saber de nosotros. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu humano.
El Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, que es la plenitud de su Palabra, nos comunica así su Espíritu, el Espíritu Santo. Siendo esto así, necesitamos aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-Eucaristía. Recibir el pan de la Palabra y unirnos a esa Palabra viva para que fructifique en nosotros, para asumir el Espíritu de Dios en nuestra existencia.
En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazareth, cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad lo escuchamos nosotros en la Misa. Y con esa misma veracidad experimentamos también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de Emaús: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el Pan Consagrado, también por gracia divina tenemos que creer en la realidad de la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Cuando quien lee dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo afirmar solamente que «Ésta fue la Palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta es la Palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos.
La doble mesa del Señor: En la Eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos que ése fue el orden en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (LC. 24,13-32).
En este sentido, el Vaticano II ve en la Eucaristía «la doble Mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía». Desde el ambón se nos comunica Cristo como Palabra, y desde el Altar se nos da como Pan Vivo. Y así el Padre, tanto por la Palabra Divina como por el Pan de Vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la Eucaristía, comunicándonos su Espíritu. Por eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las Lecturas Sagradas sino a la misma predicación decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el Cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la Palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la Palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo».
En la misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía: «Yo considero el Evangelio como el Cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi Carne y bebe mi Sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la Eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo”.
Lecturas en el ambón: El Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la Sagrada Liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el Pan de vida que ofrece la Mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo». Al Libro Sagrado se le tributa en el ambón, como al símbolo de la presencia de Cristo Maestro, los mismos signos de veneración que se atribuyen al Cuerpo de Cristo en el Altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el Altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida.
La Iglesia confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo quien, a través del Sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo».
Actitud frente a la Liturgia de la Palabra
Teniendo en cuenta esta realidad, debemos asumir dos actitudes en este momento de la Liturgia de la Palabra: En primer lugar es necesario una actitud de apertura, de humilde escucha durante toda esta parte de la Misa y vencer la tentación de prestar atención exclusiva a la homilía, (“a ver si cuenta algo interesante este padre”, “a ver si es mejor que el otro”), porque Dios habla a través de todas las lecturas y se vale de ellas para dejar en el alma el mensaje que Él desea. Si nos distraemos, si no prestamos atención a lo que Dios nos dice, a la Palabra que puede mover o cambiar el alma, pasarán las lecturas y saldremos de Misa y no recordaremos ni cuáles fueron las lecturas. Hace falta atención, hace falta esa actitud de escucha, hace falta esa apertura de nuestra alma para ver qué es lo que Dios nos quiere decir.Y en segundo lugar: obrar, llevar a la práctica lo que Dios inspira. Eso que Dios dice tiene un motivo y una finalidad. Cuántas veces estamos confundidos y, de repente, un Evangelio nos vuelve a la luz, nos hace entender lo que está pasando. Otras veces Dios puede estar invitándonos a fortalecer una virtud para prepararnos para algo que pedirá después. El conoce como nadie nuestra vida y sólo Él puede hablarnos de lo que necesitamos.No nos quedemos en la superficialidad de “qué bien habló el padre, qué buenas reflexiones nos hizo, qué Evangelio más bonito”, sino estemos atentos para descubrir qué quiso Dios inspirarnos para, sabiéndolo, ponerlo en práctica. Dios nos está dando la indicación, Dios nos está dando una sugerencia. Su amor, que quiere lo mejor para nosotros, nos está inspirando lo que debemos hacer.
Es conveniente salir de la Liturgia de la Palabra con un compromiso: obedecer, poner en práctica lo que Dios ha indicado.

El Credo: El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra Divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección. Es un diálogo lleno de amor entre Dios y nosotros, su pueblo. Él nos habla en las Escrituras y nosotros respondemos por la Fe, profesando que creemos en Él y manifestando, trayendo a nuestra mente y a nuestro corazón todas las verdades reveladas por Él, a las cuales nos adherimos. Necesariamente tenemos que poner un empeño especial para mantener nuestra mente y nuestro corazón centrados en esta oración, para que verdaderamente sea un dialogo con el Señor, una verdadera expresión de fe. Estábamos sentados escuchando la Homilía, sentados recibiendo las enseñanzas de Jesús a través de su Pastor, atentos a su voz que ilumina nuestra existencia. Y nos ponemos de pie para decirle al Señor que creemos en Él, que creemos en su Palabra, que creemos en las enseñanzas de la Iglesia, que creemos en su Verdad revelada. El credo es la oración de la Iglesia que ama a su Dios, que le demuestra su adhesión, su fe viva y que, al rezarlo expresa su deseo también de extender este Reino y de dar la vida si es necesario para defender esta verdad. No es solo rezar el credo mecánicamente, pensando en que falta poco para que termine la Misa, sino con un convencimiento que brote de un corazón enamorado y lleno de gratitud por conocer la Verdad de Dios. Rezar el credo es una oportunidad más de crecer en la Fe.

La Oración Universal u Oración de los Fieles: La liturgia de la Palabra termina con la Oración de los Fieles, también llamada Oración Universal, que el Sacerdote preside. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues «Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, describe en la Eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en cualquier lugar»
De este modo, «en la Oración Universal u Oración de los Fieles, el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que en esta oración se eleven súplicas por la Santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren algunas necesidades y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» Al hacer la Oración de los Fieles, debemos ser muy conscientes de que la Eucaristía se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón de los pecados».
La Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la Oración Universal y el Sacrificio Eucarístico, sostiene continuamente al mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e impidiendo su total ruina. Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). Es indudable que, por ejemplo, los humildes feligreses de Misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influencia tienen en la marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así.
Si tomáramos conciencia de esto nuestras Iglesias estarían repletas en cada Misa, y no solo en las Misas dominicales, sino en la semana. Si nos sintiéramos responsables verdaderamente de la necesidad de salvación que tiene el mundo y de que nosotros con esta tremenda oración, que es Cristo mismo que se ofrece, podemos hacer mucho mas que asistir a los pobres con un bolsón de mercadería. Si escucháramos la voz de Dios que le dice a nuestra conciencia que participando de una Misa puedo hacer mucho más que yendo a visitar a los políticos para que hagan algo por los que mas necesitan… no faltaríamos, tendríamos el tiempo, disfrutaríamos de un apostolado verdaderamente fecundo. ¿Nunca nos hemos preguntado por qué mi apostolado a veces es tan frío?... Con una Misa se puede convertir a miles, muchos más que con miles predicaciones y ejemplos. Porque en la Misa es Dios.

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