sábado, 6 de septiembre de 2008

RITOS INICIALES DE LA SANTA MISA

El rito de la Santa Misa
La Liturgia es la Fuente donde los hombres del Reino nutrimos nuestra vida cristiana y nuestra caridad apostólica. Nuestra comunión de fe con la vida de la Iglesia nos lleva a unirnos a ella en la celebración de los diversos períodos del año litúrgico, en los que se viven los misterios de la Redención.
El Sacrificio Eucarístico es el centro de la vida cristiana y el culmen de la acción por la que Dios santifica al mundo en Cristo. Por lo tanto es también el culmen del culto que los hombres ofrecemos al Padre, a quien adoramos por medio del mismo Cristo, Hijo de Dios. Es el centro del cual parten y hacia el cual convergen todos los esfuerzos apostólicos de la Iglesia.Si es posible, debemos participar diariamente de la Celebración Eucarística, convirtiéndola así en el centro del día. Nuestra participación consciente, fervorosa y activa, encontrará su culmen en la recepción de la Sagrada Comunión con un alma purificada y agradecida.Es importante también que expresemos nuestro sentido de unidad eclesial acudiendo los domingos y días festivos a la Celebración Eucarística en la propia parroquia.

Partes de la misa
La Santa Misa se divide en dos grandes e importantes partes: Liturgia de la Palabra y Liturgia de la Eucaristía. Son dos grandes Banquetes, donde el Señor nos alimenta. Primero con su Palabra y luego con su Cuerpo y Sangre.
La Misa tiene, aparte de estas partes sus ritos iniciales y de despedida. Vamos a ver cada una de sus partes y qué sentido espiritual le damos a cada una.
La Santa Misa comienza con la procesión de entrada, donde todos nos ponemos de pie para recibir al sacerdote y para comenzar a celebrar a Dios.

Canto de entrada: Ya en el siglo V, en Roma, se inicia la Eucaristía con una procesión de entrada, acompañada por un canto. Hoy, como entonces, «el fin de este canto es abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido, y elevar sus pensamientos a la contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta»

Veneración del Altar: El Altar es, durante la celebración Eucarística, el símbolo principal de Cristo. Del Señor dice la liturgia que es para nosotros «sacerdote, víctima y altar». Y evocando, al mismo tiempo, la última Cena, el Altar es también, como dice San Pablo, «la mesa del Señor». Por eso, ya desde el inicio de la Misa, el Altar es honrado con signos de suma veneración: cuando han llegado al Altar, el Sacerdote hace la debida reverencia, es decir, inclinación profunda... El sacerdote lo venera con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa el Altar rodeándolo completamente.
Nosotros debemos unirnos espiritualmente a éstos y a todos los gestos y acciones que el Sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo largo de la Misa. En ningún momento de la Misa debemos quedarnos como espectadores distantes, no comprometidos con lo que el Sacerdote dice o hace. El Sacerdote, «obrando como en persona de Cristo cabeza», encabeza en la Eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo congregado en todo momento ha de unirse a las acciones de la cabeza. A todas.

La Trinidad y la Cruz: «En el nombre del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con este formidable Nombre Trinitario, infinitamente grandioso, por el que fue creado el mundo, y por el que nosotros nacimos en el Bautismo a la vida divina, se inicia la celebración Eucarística. Los cristianos, en efecto, somos los que «invocamos el nombre del Señor». Y lo hacemos ahora, trazando sobre nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a actualizarse en la Misa. No se puede empezar mejor. Respondemos: «Amén». Y Dios quiera que esta respuesta -y todas las propias de la comunidad eclesial congregada- no sea un murmullo tímido, apenas formulado con la mente ausente, sino una voz firme y clara, que expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero veamos el significado de esta palabra.
Amén: La palabra Amén es quizás la aclamación litúrgica principal de la liturgia cristiana. El término Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh 8,6). Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la verdad, así sea». Por ejemplo, las cuatro primeras partes del salterio terminan con esa expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén» (Sal 40,14; +71,19; 88,53; 105,48).
Pues bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12; 19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor 1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina la recitación del Credo o del Gloria con el término Amén, y con él responde también a las oraciones que en la Misa recita el Sacerdote, concretamente a las tres oraciones variables -colecta, ofertorio y postcomunión- y especialmente a la doxología final solemnísima, con la que se concluye la gran Plegaria Eucarística. Y cuando el Sacerdote en la Comunión presenta la Sagrada Hostia, diciendo «El Cuerpo de Cristo», el fiel responde Amén: «Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de la Iglesia».

Saludo: El Señor nos lo aseguró: «Donde dos o tres están congregados en mi Nombre, allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia misteriosa del Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la Asamblea Eucarística. Por eso el saludo inicial del Sacerdote, en sus diversas fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad: -«El Señor esté con vosotros» (+Rut 2,4; 2Tes 3,16)... «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13)... -«Y con tu espíritu».
La finalidad de estos Ritos Iniciales es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad, y se dispongan a oír como conviene la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía.

Acto Penitencial: Moisés, antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la Presencia divina, tiene que descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (Ex 3,5). Y nosotros, los cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente estos Sagrados Misterios», debemos solicitar de Dios primero el perdón de nuestras culpas. Necesitamos tener clara conciencia de que, cuando vamos a entrar en la Presencia divina, cuando llevamos la ofrenda ante el Altar (+Mt 5,23-25), debemos examinar previamente nuestra conciencia ante el Señor (1Cor 11,28), y pedir su perdón. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). -«Yo confieso, ante Dios todopoderoso»... A veces, con malevolencia, se acusa de pecadores a los cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a misa»... Pues bien, los que frecuentamos la Eucaristía tenemos que ser los más convencidos de esa condición de pecadores, que en la Misa precisamente confesamos: «por mi gran culpa». Y por eso justamente, porque nos sabemos pecadores, por eso frecuentamos la Eucaristía, y comenzamos su celebración con la más humilde petición de perdón a Dios, el único que puede quitarnos de la conciencia la mancha horrible de nuestros pecados. Y para recibir ese perdón, pedimos también «a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos», que intercedan por nosotros.
-«Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el Sacerdote, tiene un sentido suplicante, de tal manera que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por los actos personales de quienes asisten a la Eucaristía, perdona los pecados leves de cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más graves. También, en otros momentos de la Misa -el Gloria, el Padrenuestro, el No soy digno- se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios.
El Catecismo enseña que «la Eucaristía no puede unirnos más a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados» (1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad
que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (C. Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él» (1394). Así pues, «por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, será más fácil mantenernos unidos a Él y lejos del pecado. La Eucaristía, sin embargo, no esta ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del Sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el Sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia» (1395).
En este sentido, «nadie, consciente de pecado mortal, por arrepentido que se crea, se acerque a la Sagrada Eucaristía, sin que haya precedido la Confesión Sacramental.
Señor, ten piedad: Con frecuencia los Evangelios nos muestran personas que invocan a Cristo, como Señor, solicitando su piedad: así la cananea, «Señor, Hijo de David, ten compasión de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de nosotros» (20,30-31) o aquellos diez leprosos (Lc. 17,13).
En este sentido, los Kyrie Eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces la piedad de Cristo, en cuanto Señor, son por una parte prolongación del Acto Penitencial precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa de Cristo, como Señor del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo del Gloria que sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se anonadó, obediente hasta la muerte de cruz, y ahora, después de su resurrección, «toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,3-11).
Frutos del Acto Penitencial
¿Cuáles son los frutos de este Acto Penitencial? En primer lugar, como hemos mencionado, perdona los pecados veniales. En segundo lugar, nos hace dignos de poder estar ante el Señor, de poder recibir la Comunión. Y como consecuencia de estos dos frutos, y es lo que más tenemos que valorar, nos ayuda a mantenernos en una continua limpieza de nuestra alma. Transforma y regresa nuestra alma a su estado puro del día del Bautismo o de la primera Comunión. El alma que cada día hace con conciencia este Acto Penitencial es un alma totalmente entregada, totalmente encauzada y enfocada a Dios nuestro Señor.Cuentan, en broma, que un señor tenía un coche muy antiguo con gran cantidad de kilómetros recorridos. Quería venderlo pero nadie se lo compraba. Un amigo suyo le sugiere que recorra, marcha atrás, todos los kilómetros hasta que el medidor marque cero y entonces lo podrá vender como nuevo. El señor se animó y siguió todas las instrucciones. Después de algunos meses se encontró nuevamente con su amigo quien le preguntó si pudo vender el coche. Y el señor le contestó: “¿para qué lo voy a vender, si me quedó como nuevo? mejor lo sigo usando yo”. Esto, por supuesto, es una broma pero nos puede ayudar a entender lo que pasa en nuestra alma después de cada Acto Penitencial. Cada día volvemos a ser como nuevos, cada día nuestro corazón vuelve a estar totalmente limpio, totalmente enfocado, totalmente dedicado a Dios nuestro Señor. Por supuesto también, y repetimos, que se trata del perdón de los pecados veniales. Esta limpieza ocurre con los pecados veniales, los pecados mortales necesitan Confesión Sacramental.
No restemos importancia a este Acto, no nos distraigamos, no lo veamos como un simple requisito al inicio de la Misa. Valoremos el fruto, el gran milagro que se obra en esos momentos en el alma, cuando con sinceridad ponemos las faltas en manos de Dios, cuando reconocemos esas actitudes desviadas que Dios no quiere para nosotros. Tengamos la certeza de que Él nos perdona, y de que salimos de la Santa Misa con el alma totalmente limpia de tal manera que mantenemos la integridad del Bautismo, de la primera Comunión. Seguramente habrá malas experiencias, caídas el día anterior, pero el alma vuelve a encontrarse como nueva ante Dios nuestro Señor, digna de poder recibir a Cristo.

Gloria a Dios: El Gloria, la grandiosa doxología Trinitaria, es un himno bellísimo de origen griego, que ya en el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda, una de las composiciones líricas más hermosas de la liturgia cristiana. Es un antiquísimo y venerable himno con que la
Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le presenta sus súplicas... Se canta o se recita los domingos, fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas más solmenes. Esta gran oración es rezada o cantada juntamente por el Sacerdote y el pueblo. Su inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles sobre el portal de Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza este himno, claramente Trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre, «por tu inmensa gloria», acumulando reiterativamente fórmulas de extrema reverencia y devoción. Sigue cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo del Padre», de quien suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye invocando al Espíritu Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre». ¿Podrá resignarse un cristiano a recitar habitualmente este himno tan grandioso con la mente ausente?...

Oración colecta: Para participar bien en la Misa es fundamental que esté viva la convicción de que es Cristo glorioso el protagonista principal de las oraciones litúrgicas de la Iglesia. El Sacerdote es en la Misa quien pronuncia las oraciones, pero el orante principal, invisible y quizás inadvertido para tantos: « ¡es el Señor!» (Jn. 21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la Eucaristía, lo mismo que en las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de Cristo con su cuerpo al Padre». Dichosos, pues, nosotros, que en la liturgia de la Iglesia podemos orar al Padre encabezados por el mismo Cristo. Así se cumple aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; él mismo ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). De las tres oraciones variables de la Misa -Colecta, Ofertorio, Postcomunión-, la Oración Colecta es la más solemne, y normalmente la más rica de contenido. Y de las tres, es la única que termina con una doxología Trinitaria completa. El Sacerdote la reza con las manos extendidas, el gesto orante tradicional. Y hasta este punto de la Santa Misa estamos todos de pie. En esta oración el Sacerdote resume, colecciona, junta y presenta a Dios, las intenciones privadas de los fieles orantes. Es el momento en el cual todos ponemos nuestras intenciones, presentamos a Dios las necesidades. Y el resumen de todas las intenciones presentadas a Dios es la Oración colecta. Veamos una que puede servir como ejemplo: «Oh Dios, fuente de todo bien (La oración, llena de profundidad y belleza, se inicia invocando al Padre celestial, y evocando normalmente alguno de sus principales Atributos Divinos), escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda (Enseguida, apoyándose en la anterior premisa de alabanza, viene la súplica, en plural, por supuesto) Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos (Y la oración concluye apoyándose en la mediación salvífica de Cristo, el Hijo Salvador, y en el amor del Espíritu Santo). Amén. Ésa suele ser la forma general de todas estas oraciones.
¿Será posible, también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a oraciones tan grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el Sacerdote? Efectivamente. Y no sólo es posible, sino probable, si el Sacerdote pronuncia deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no están atentos, en silencio, siguiendo la Santa Misa como corresponde. Muchos amén resuenan por la costumbre, pero pocos son los que de corazón afirman que están totalmente de acuerdo con lo que se está diciendo o celebrando. Por eso, en una oración tan importante como esta, donde le presentamos a Dios nuestras súplicas, no podemos estar distraídos, sino atentos para hacer resonar nuestro amén desde lo más profundo de nuestro corazón, en Comunión con Cristo, Sacerdote.
Con la Oración colecta concluimos en la celebración de la Misa con los RITOS INICIALES. Estamos preparados ahora para disfrutar del primer BANQUETE especial que Dios quiere compartir con nosotros, es el Banquete de su Palabra.

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